He de reconocer que en el día a día no pienso demasiado en el origen de la energía que consumo. Como casi todo el mundo, me acuerdo de Santa Bárbara cuando truena, y las subidas del petróleo, los accidentes nucleares o los datos sobre el cambio climático me recuerdan que estamos pagando un precio demasiado alto por preparar la cena, usar el ordenador, coger el coche el fin de semana o disfrutar de las luces de Navidad.
Esto es preocupante porque resulta que si no vemos u oímos el problema, este no existe. O sea que cuando hacemos una lista de cosas que queremos cambiar en el mundo, ésta está en directa relación con los titulares de los últimos días.
Las noticias sobre nuestro modelo energético suelen estar cuidadosamente elegidas para no alarmar demasiado a la población, recordarnos el poder de las multinacionales, asegurarnos de que hay petróleo y gas por mucho tiempo; y que tecnológicamente estamos tan avanzados que podemos permitirnos centrales nucleares y prospecciones de fractura hidráulica –fracking- sin riesgo alguno. ¡JA!
La verdad es que esta manera nuestra de producir energía no hay por donde cogerla. Debería ser limpia, segura y asequible, y es altamente contaminante, peligrosa y costosa. Tendríamos que usar fuentes de energías renovables, y nos agarramos a los combustibles fósiles (es más fácil especular así). Invertimos grandes, pero muy grandes, cantidades de dinero en traerla de muy lejos cuando podríamos producirla en nuestra casa (literalmente). La transición hacia un modelo más eficiente y sostenible debería ser prioritario en la agenda política, además de motor del cambio económico (eco-empleos, inversión en I+D…) y ni siquiera se debate.
Señores, señoras, es la hora de hacer propuestas concretas. ¡Necesitamos nuevas energías ya!